sábado, 19 de noviembre de 2016

Minima non curat praetor

Poco después de su pronunciamiento, el último gesto del romanticismo político español, Miguel Primo de Rivera encarga a José Calvo Sotelo la elaboración de los estatutos del municipio y la provincia. Calvo Sotelo, jurista de Estado, un Oliveira Salazar asesinado por la Segunda República, andaba preocupado por el desarrollo de su ley de municipios y atosigaba al dictador con todo tipo de reparos, sacando a relucir el feo que se le hace al Derecho si una ley no se aplica en toda su extensión. Pero Primo de Rivera se justificaba: "Qué me dice usted, Sotelo, ¿es que ha olvidado que yo tengo suspendida desde hace dos años la constitución".

Con Franco, sugestionado por aquello del país sin constitución, ya era otra cosa. La lepra de la juridicidad, enfermedad de la que el caudillo se contagia hacia 1945, lo complicará todo, así que ya vamos por la novena ley fundamental, la de 1978. Contaba don Mariano Baena en sus clases de la facultad de políticas que en tiempos no había quien le tocara las cuentas a un alcalde, ni siquiera en los pueblos en los que la contabilidad municipal rezaba, escrita con tiza, en la pared o en la puerta de la alcaldía. Vive Dios que no había forma entonces de enchufar a nadie para conserje de un ministerio. Para director general o secretario general sí, eso ya era otra cosa. Se puede entender así este sucedido.

Ayer, convocado en Murcia por un "panel" de la ANECA, chiste de una gepeú académica, tuve que rendir cuentas como profesor de una de las asignaturas que imparto en mi grado. Haciendo honor a don Camilo Barcia, catedrático de mi claustro en 1918 y aficionado a aprobar a todo el mundo, alumnos filipinos incluidos, examinados por teléfono o por metempsicosis, según vivieran o no, vaticiné que muy pronto daría yo también el Apto a todo el mundo, pues también los reaccionarios nos hallamos comprometidos con el igualitairsmo. "Pero todavía no, cuando pasemos estos rápidos y discurramos pacíficamente, más tarde, por los meandros sanchopancescos del profesor sexagenario", dije yo al notar el tacón de mi vicedecana clavándose en el empeine de mi zapato. Debió entender la broma uno de los jueces (llamarle panelista me trae a la memoria al carpintero de mi pueblo), lector para más señas de mi edición de El principio aristocrático de Ángel López-Amo, con prólogo de unos de sus maestros compostelanos. Por eso juzgo yo que no se anotó una mención negativa en mi expediente.

No dura mucho el interrogatorio y enseguida nos dan la libertad. Los jueces tienen que ganar el tiempo perdido en los sucesivos atascos que han padecido de camino al campus. La vicedecana se ha debido ver aliviada por mis silencios exculpatorios. En realidad, el Análisis de Fortalezas y Debilidades me importa lo mismo que a Montaigne sus contratos de aparcería con los domésticos. Al parecer, nos explica EM, la vicedecana de la cosa, que el panel debe acabar imperativamente a las 21 horas, pues a esa hora cierra la facultad y no se puede remediar.

La ANECA, esa gemela de Behemoth, que puede acabar con un título y con todo lo que contiene, que ha puesto firmes a cien mil profesores, no puede ordenarle a un bedel que retrase unos minutos la hora reglamentaria de cierre por necesidades del servicio. 

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